sábado, marzo 23, 2024

Dos chilenos

Uno

Una noche a finales de mil novecientos noventa y siete, cuando yo contaba veintiún años y empezaba a enfermar por las muchas horas de trabajo dedicadas a un proyecto de electrónica, veía la televisión estatal echado en un sillón de la sala y envuelto en una cobija, cuando de pronto, en mitad del perturbador silencio de la madrugada, encontré en el canal siete de Guadalajara una película hecha de escenas espeluznantes y sórdidas de las que, sin embargo, no me fue difícil deducir una trama casi lógica. Entonces no sabía que Santa Sangre era una película mexicana de mil novecientos ochenta y nueve dirigida por un chileno de apellido ucraniano; no tenía forma alguna de hacerme con una copia de la cinta en aquel mundo sin tiendas de películas ni búsquedas de internet ni enciclopedias en línea, un mundo en el que se hallaban las cosas por casualidad o preguntando por ahí hasta dar con 'ese obscuro objeto del deseo' (Luis Buñuel). Yo encontré así, a los pocos años, una copia de mala calidad de la perturbadora cinta, en el tianguis cultural que se ponía los fines de semana a lo largo de la explanada frente al Agua Azul; entonces ya sabía el nombre de la película, pero también el nombre de su director: Alejandro Jodorowsky.
Fue una extraordinaria coincidencia que hubiera sido precisamente en aquel año cuando entré en contacto con la obra de Jodorowsky, el mismo año en que mi familiaridad con la obra pictórica, pero sobre todo escrita, de Salvador Dalí, había alcanzado su mayor cota; el mismo año, también, de la conclusión de mis estudios universitarios, mi breve paso por el 'cieno de números y leyes' (Federico García Lorca) y el inicio de mi carrera científica por medio del posgrado; el año en que salí del hogar materno para vivir por mi cuenta y riesgo; el mismo de mi iniciación sexual en la Barranca de Huentitán. La retórica surrealista no fue para mí letra muerta, sino una forma de supervivencia en un mundo que, de otro modo, hubiese sido mortal; gracias a ella pude construir una mirada que no sólo lo poblaba de significados y juegos, de fantasía y misterio, de ironía y absurdidad e inteligencia, sino que me liberaba de sus aspectos más embrutecedores poniendo a salvo mi espíritu. 
La entrada de Jodorowsky a mi vida fue el enriquecimiento cinematográfico del surrealismo, que hasta entonces se había limitado a la pintura y los escritos, pero también el acceso por vía psicológica y simbólica a las profundidades culturales del país en que vivía, el mismo que había hecho decir al padre del surrealismo, André Breton, 'Le Mexique est le pays le plus surréaliste dans le monde'. En efecto, Santa Sangre no era sólo una acumulación de imágenes inquietantes capaces de narrar, casi sin decir palabra, una historia de liberación con respecto a una infancia macabra, sino un universo inequívocamente mexicano hecho de sordidez, suciedad, degeneración y locura, un centro de la Ciudad de México con sus putas, borrachos y travestis, pero también un extrarradio sin nombre con hordas de miserables, circos siniestros y bestias salvajes. Es una historia en la que asoman aquí y allá la corrupción imperante en el gobierno, la influencia de la Iglesia, el fanatismo de la sociedad. Quizá involuntariamente, por el hecho de que el protagonista está poseído por la voluntad de la madre que vive en su imaginación y que no le permite ser responsable cabal de los crímenes que comete, la película aluda a los sótanos de la conciencia mexicana visitados por José Vasconcelos en Ulises criollo, por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, o por Monsiváis en Amor perdido (libro que, por cierto, leí a las pocas semanas de ver la película), todos los cuales reflejan implícita o explícitamente 'el papel de víctimas pasivas e impotentes' de 'fantasmas maternos y paternos' que asoma tan frecuentemente en la conducta del mexicano (Enrique Krauze).  
Diez años después, en dos mil siete, pude adquirir en Francia las primeras tres películas de Jodorowsky —Fando y Lis (1968), El topo (1970), La montaña sagrada (1973)— y un cortometraje suyo llamado La corbata; también ese mismo año, en el edificio del British Film Institute de Londres, a pocos pasos de la estación de Waterloo y casi frente al Támesis, compré por fin un DVD de la inencontrable Santa Sangre. Ignoraba que todas estas películas estaban hasta entonces envueltas en litigios legales y que sólo ahora, casi cuarenta años después de la primera, por fin se ponían a la venta. Todas habían sido hechas en México y, al tiempo en que retrataban —acaso mejor que nadie— las profundidades del país en que habían sido producidas, trascendían todo carácter local para inscribirse en el arte universal, en el ancho río de la cultura del hombre, un paso que la mayoría de los cineastas mexicanos —pero también la mayoría de creadores en general— no podían dar. 
Así pues, el mejor cineasta mexicano —en tanto artista universal— es chileno. Y el segundo mejor es Luis Buñuel tan sólo por Los olvidados, lo que desde luego no remedia mucho el equívoco.


Dos

Llegó un momento, a finales de la primera década de este siglo, en que preferí leer libros gordos; entre más monumentales y voluminosos, mejor. De entre los que se empezaban a acumular en  aquel tiempo en mi breve biblioteca, escogí entonces uno que me había regalado Elvira, mi amiga madrileña, dos años antes, en dos mil ocho, titulado enigmáticamente 2666. Su autor, Roberto Bolaño, se había hecho muy conocido en aquella época, quizá más por influencia de sus lectores anglosajones que de sus lectores hispanohablantes; quizá también por el aura de misterio que rodeaba su temprana muerte en dos mil tres, cuando apenas contaba cincuenta años; pero sobre todo, indudablemente, por su prosa fluida e inquietante que parece querer comunicarnos bastante más de lo que transcurre en su superficie: la interpretación del río subterráneo que recorre sus entrelíneas, la posiblemente aterradora verdad revelada por una escritura en clave que demanda nuestra investigación, la tesitura enigmática y cosmopolita de sus borrosos personajes, que lo mismo se mueven en los escenarios más conspicuos de la civilización occidental que en sus antípodas más periféricas.
La lectura de 2666 llegó en un momento en que parecía hecha a posta para significar un trasunto de mi vida. Luego de ocho años de residir más en Europa que en México, volvía a Ciudad Natal con el ingenuo propósito de reanudar la vida personal y profesional que había quedado interrumpida, haciendo caso omiso de que 'un antes y un después nunca se sueldan' (Javier Marías). El año de dos mil diez demostró la imposibilidad de este propósito y me condujo, poco a poco, del lluvioso norte francés a la costa mediterránea (La parte de los críticos) y de Ciudad Natal a Santa Teresa (La parte de Amalfitano), la imprecisa ciudad de Sonora a la que me mudaría con mi hijo Cruz del mismo modo en que el profesor de la novela se muda a ella con su hija Rosa. Santa Teresa es una ciudad criminal en donde Cruz (Rosa) corre siempre peligro y de la que finalmente desaparecerá para no volver (La parte de los crímenes), una ciudad en la que el calor y la incuria corroen la psique hasta disolver las fronteras entre lo real y lo imaginado, entre lo que ocurre y lo que se presiente, y donde lo que ha de venir ha de ser siempre terrible.
Ficciones y paralelismos aparte, me resultó claro desde aquel momento que estaba ante una obra original que ensanchaba el canon literario occidental, una obra que hablaba a todos los hombres aunque fuese desde una perspectiva inequívocamente mexicana. ¿Mexicana? Vamos a ver. Roberto Bolaño había nacido en Chile, donde vivió su infancia y adolescencia; pasó diez años de su juventud en México, junto con su familia, donde se unió a movimientos artísticos más o menos radicales como el de los infrarrealistas, en oposición al establishment literario liderado por Octavio Paz; finalmente emigró a Cataluña donde tuvo un par de parejas, dos hijos con la primera de ellas, trabajos diversos mientras intentaba publicar sus escritos y, por último, el éxito de ventas y el reconocimiento de su obra poco antes de morir. 
¿Cómo era posible —me pregunté entonces doblemente cuando a fines de dos mil diez leí también Los detectives salvajes— que el mejor novelista mexicano haya sido un chileno? ¿Por qué los mexicanos no habían escrito jamás la gran novela mexicana como hicieron Proust en francés o Joyce en habla inglesa? ¿Por qué nuestro único Premio Nobel de Literatura era un ensayista muy lúcido y un poeta significativo, pero no un novelista? ¿Por qué las novelas mexicanas son tan cortas de longitud y de miras, tan folclóricas en oposición a universales, tan faltas de personalidad? Obras tímidas o afectadas, obras perezosas o aburridas, obras hechas al amparo del Estado para ganar los premios que da el Estado, obras insustanciales capricho de señoritos: eso era la literatura mexicana. Bolaño no podía ser más distinto: independiente aún a costa de terribles incertidumbres económicas, cosmopolita para el que no existieron fronteras ni sujeciones, tenaz en el ejercicio de su vocación literaria por encima de la incomprensión general.
Así pues, el mejor novelista mexicano —en tanto artista universal— es chileno. Y acaso lo fuera por tener la capacidad de mirar a este país sin prejuicios ideológicos, por escribirlo a buena distancia geográfica y temporal luego de haberse bañado una década entera en él, y por haber vivido siempre abierto al mundo gracias a su cultura universal.

[...]

Jodorowsky y Bolaño nacen en Chile, viven un tiempo central en México (al que hacen parte esencial de su obra), y emigran allende el Atlántico para residir en el viejo mundo. Uno muere con cincuenta años y el otro vive con casi el doble. ¿Qué extraño hilo los conecta? ¿Qué conjunción de estrellas o sinos? ¿Qué misterio ocultan? Que venga el surrealismo y lo diga. O lo insinúe.

domingo, marzo 10, 2024

Dos épicas

Como sucede con las personas que al contar su vida se extienden sobre los episodios más presentables y omiten aquello que les avergüenza, los países escogen períodos de presunto heroísmo para contarse a sí mismos una historia edificante donde, por supuesto, se exageran las virtudes y se resta importancia a los vicios. Quizá la literatura o el cine se ceben en los episodios más controvertidos o directamente oprobiosos, pero la televisión, con su carácter más inmediato, indiscriminado y masivo, vigilada de cerca por el poder en turno, fue siempre más ñoña —o acaso prudente o vendida— al momento de contarse la historia nacional. En la tradición hispanoamericana fue la así llamada telenovela histórica —esa especie de serie, como se diría ahora, de producción más pobre y diálogos más acartonados que los actuales— la que se encargó de contarnos la historia patria de forma que no resultara demasiado aburrida ni bochornosa. Dichas producciones solían inventar una familia a la que, por bien escogidos azares, ocurrían distintos hechos que los ponían en contacto con las circunstancias de la época, incluso a veces con acontecimientos históricos de envergadura. 
En Senda de Gloria, transmitida en México entre mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y ocho, se escogió el período que va de mil novecientos diecisiete a mil novecientos treinta y ocho como el arco temporal en el que asistiremos a las vidas de los distintos miembros de la familia Álvarez, vidas fuertemente entrelazadas con la historia de México que, no por casualidad, se presenta en esos años como el ascenso casi ininterrumpido del caos revolucionario al orden institucional, de la promulgación de una constitución más hecha de promesas que de realidades al cumplimiento apoteósico de sus preceptos más difíciles, como la expropiación petrolera o el reparto agrario. Los aspectos más controvertidos del periodo referido —la guerra cristera, la intentona reeleccionista de Obregón o el Maximato— se presentan acríticamente desde la perspectiva oficial de la época de transmisión de la telenovela: los cristeros son fanáticos religiosos frente a un presidente que sólo aplica la constitución; la reelección de Obregón es un breve desvío de la doctrina revolucionaria que, circunstancialmente, remediaron las balas de León Toral; el Maximato era la única forma de transitar por un período de inestabilidad política hasta que llegara otro hombre fuerte, Cárdenas, capaz de institucionalizar el sistema político mexicano. Que la telenovela se transmita luego de casi sesenta años de un cada vez más descompuesto régimen de partido único, no impide la desvergüenza de que el General Eduardo Álvarez —el personaje principal interpretado por Ignacio López Tarso— hable repetidamente de democracia y maderismo, de aglutinar a las distintas fuerzas revolucionarias en un solo partido y de rechazar el ascenso de la reacción, representada entonces por José Vasconcelos y antecedente directo del panismo que, setenta años después, inauguraría la alternancia democrática en el país. México intentaba construirse así, por medio de la telenovela histórica, una épica, acaso también una justificación de las décadas que nos separaban del periodo novelado y una inspiración para las décadas del futuro. Dudo mucho que estos propósitos se hayan cumplido: primero porque al terminar la transmisión de la telenovela se daría la primera gran escisión dentro del partido único de cara a las elecciones presidenciales de mil novecientos ochenta y ocho, cisma dirigido nada menos que por el hijo del ex-presidente Lázaro Cárdenas en cuyo periodo se alcanza el momento culmen de la telenovela; segundo porque Carlos Salinas de Gortari, el hombre que se quedó finalmente con la presidencia tras esas elecciones, reformaría la constitución poniendo fin al reparto agrario, reestableciendo relaciones con la Iglesia Católica y permitiendo la inversión privada en sectores antes vedados por el dogma revolucionario; tercero porque, aunque con formidable retraso y sin el menor aspecto glorioso, México inició en mil novecientos noventa y siete su tránsito hacia una vida con elecciones libres y alternancia política, dejando atrás (aunque sólo fuera por unas décadas) aberraciones como el fraude patriótico, el hombre fuerte y el régimen de partido único.
España decidiría a su vez, en dos mil uno, contarse su propia épica a través de una serie televisiva (entonces ya no se llamaban telenovelas y menos si trataban de hechos históricos) llamada Cuéntame cómo pasó. ¿Qué época podría escoger un país al que sus enemigos habían hecho tristemente célebre por la Inquisición, el oscurantismo más cerril y una larguísima decadencia de siglos que arranca desde los últimos reinados de los Habsburgo hasta la dictadura de Franco? La respuesta fue, desde luego, la ahora tan denostada transición democrática, es decir, el período que va del tardofranquismo de mil novecientos sesenta y ocho hasta la llegada del siglo veintiuno. Creó para ello a la familia Alcántara a la que, como en el caso mexicano, le suceden toda clase de cosas que nos permiten apreciar las circunstancias de la época y no escasos acontecimientos históricos notables. Igual que en Senda de Gloria, donde la voz del narrador es la del General Eduardo Álvarez que nos habla desde la superioridad moral de su personaje instalado, cómo no, en el tiempo triunfal de su país, así la voz del narrador de Cuéntame cómo pasó es la de Carlos Alcántara, que nos habla desde un presente triunfal que ha superado definitivamente los entuertos de su pasado. Ni en el caso mexicano ni en el español se plantean demasiadas dudas sobre la superioridad del presente desde el que nos habla el narrador: poco importa que en el caso de Senda de Gloria el General Álvarez nos hable desde una época de partido único y poder presidencial omnímodo con ropajes republicanos, la dictadura perfecta como la llamó Vargas Llosa, como tampoco importa que Carlos Alcántara nos hable en Cuéntame cómo pasó desde un presente español hecho de separatismo, consumismo, frivolidad y corrupción pecuniaria frecuentemente ligada al poder político, una época de ideologías diluidas en favor de los negocios más cínicos y trapaceros; poco importa todo esto porque la narrativa impuesta a ambos personajes y transmitida por televisión a millones de personas que, para bien o para mal, olvidarán todo lo dicho e insinuado para volver a sus respectivos y miserables presentes, es la narrativa de un país triunfador, un país épico que, si bien vivió periodos oscuros en el pasado, se ha reivindicado más allá de toda duda, al menos en el intervalo al que aluden las respectivas series. Ascenso histórico con aspecto de ley física, convicción de que así tenía que ser, certeza, aunque sólo sea al pasajero hervor de una emoción barata arrebatada al espectador por medio de sensibleros trucos que apelan a su rancio nacionalismo o a su todavía más estrecho chauvinismo, de que a los países como a sus personas, les espera un futuro glorioso al que no empañarán jamás sus turbios pasados perdonados.

miércoles, enero 31, 2024

La injusta medianía

No se vale sustraerse a todo para ganar seguridades, pero tampoco meterse en lo que sea para ganar méritos laicos o religiosos, aprender lecciones morales o conseguir una presunta elevación espiritual, así yo en la justificación interior de mi extravagante experiencia lumpen sonorense que al final ha resultado totalmente desechable en sus propios términos, pues no fui como resultado de ella ni más paciente ni más centrado, ni más tolerante ni más sociable; algunos dirán que lo parecía en medio de aquel entontecimiento y bobería condescendiente, aquella continua aquiescencia rematada de palabras suaves y cariñosas, más producto de un mecanismo de defensa preventivo que de un enamoramiento imposible, quién sabe si por razones orgánicas y desde siempre —la personalidad— o sólo por haber gastado la última cerilla con el gran incompetente moral que le precedió —el agotamiento—; al menos en ese aspecto el sufrimiento no tuvo ningún cariz emocional porque el alma nunca estuvo ni por un momento comprometida, no conocí entonces ni el llanto ni la tristeza, jamás el despecho ni la pasión, cuando mucho la zozobra más o menos fingida, más o menos autoimpuesta, derivada de los contratiempos de orden práctico que causaban los excesos del lumpen sonorense: sus toxicomanías y enfermedades, sus histerias y neurosis, su vulgaridad y su tozudez; es verdad que no había razón ninguna para lidiar con esas dificultades si la motivación no era el amor ni, como queda dicho, el aprendizaje, no el temor a estar solo ni un amor propio previamente herido, ¡ni siquiera el deseo sexual que por entonces iniciaba su larga agonía en medio de soluciones farmacológicas y pornográficas! Por largo tiempo me he preguntado cual fue la oscura razón para que yo accediera a meter en mi casa a semejante ficha y me obligara voluntariamente a lidiar con sus rutinas e industrias, sus agendas y necesidades, sus malestares interminables y su estupidez involuntaria, una tarea agotadora, desde luego, sin pausa ni compensación, aunque él jurara que esta última tenía lugar cuando ocasionalmente preparaba comida excesivamente salada o hacía ademán de sacudir muebles y fregar pisos; cuánto más inexplicable fue todo esto cuanto que ya había vivido casi dos décadas con un hombre cabal, respetuoso y paciente, amoroso a su manera, leal, para el que, sin embargo, tengo preparadas otras frases indiscutibles y verdaderas, como la de que no se vale ocultar la basura debajo de la alfombra, por pequeña que sea, esperando que un día no altere el suelo que pisamos hasta derribarnos, ni puede sostenerse un engaño indefinidamente hablando con la verdad o, equivalentemente, que no puede usarse la verdad como parapeto para prolongar equívocos; al mismo tiempo diría que, en materia de relaciones, no parece válido quedarse en el mismo lugar sólo porque es lo que más conviene ni parece legítimo abandonar por haber abrazado la decadencia en vez de remontarla, no está bien quedarse ni irse cuando las cosas se han torcido y caminamos por la injusta medianía; qué fácil fue, en cambio, decidir en el caso del lumpen sonorense, un buen día levantarse y decir 'ya está' y aprovechar la precipitación del otro, su ánimo de diva ofendida, su incapacidad para hablar sin reaccionar como un demente, y verle recoger todas sus cosas y tomar un taxi y largarse para siempre sin que él supiera entonces que era así: para siempre, tal vez convencido de que no tardaría en llamarle y suplicarle que volviera, tal vez seguro de que podría persuadirme de reanudar las hostilidades con sólo llamarme llorando o presentarse en la puerta de mi casa con el rostro descompuesto; cuando hube decidido que ya había sido suficiente me miré con extrañeza, pero liberado, como quien se redescubre luego de haber usurpado durante demasiado tiempo la personalidad de otro, una botarga que se retira, una máscara que cae, '¿dónde estabas?' pude decirme entonces con una sonrisa; en las semanas que siguieron me mantuve ocupado sin sentir nada por nadie, entre trabajo y lecturas, encuentros sexuales anónimos y programas de televisión, no hubo tiempo para echar de menos al hombre cabal ni para desear el sexo del moralmente incompetente, mucho menos para sentir algo que no fuera indiferencia respecto del lumpen sonorense. Pero no iba a tener la firmeza necesaria para ahorrarme nuevas historias cuyos fundamentos estuvieran mal planteados.

domingo, octubre 22, 2023

Nubes grises

El topo es un animal que cava galerías bajo la tierra buscando el sol. A veces, su camino lo lleva a la superficie. Cuando ve el sol, queda ciego.

Alejandro Jodorowsky


En mi infancia nunca llueve ni, como es lógico, hay días nublados, lo que no quiere decir que todo sea bueno o inocuo, más bien al contrario: el mundo está plagado de monstruos, pecado, culpa y castigos. Así lo confirman las pesadillas que invaden mis noches y la mirada de mi madre cuando me obliga a rezar, el olor voluptuoso de la ropa interior en las habitaciones de mis tíos y el siniestro sudor del que sólo mi hermana es testigo. Confío en mis mayores a pesar de sus contradicciones e intento construir una idea del mundo asistiendo a conversaciones entre adultos donde no se consiente apenas mi intervención. No se nubla detrás de las ventanas del piso donde juego a armar edificios con piezas de madera a cuyo alrededor circulan cochecitos y camiones, nunca en el cielo indefinido de donde viene la luz que ilumina los mapas que copio de libros de geografía a mi cuaderno para luego colorearlos pacientemente por horas, mucho menos por entre las ramas de las jacarandas, yucas o limoneros de la casa de mis abuelos donde como pan dulce y miro telenovelas en habitaciones cargadas de humo. No. No se obscurece el cielo porque nunca reparo en él.
[...]
Empiezo a ser consciente de la bóveda celeste poco antes de abandonar la casa de mi madre. Es un año en que llueve todos los meses, a veces por días enteros, primero con parsimonia sobre un muchacho sentado en la saliente de una barranca poblada de sombras (el paso de la imaginación largo tiempo cultivada a la materia), luego con furia contra los inmensos ventanales de la industria que ha intentado secuestrarlo (el mundo de números y leyes) y, finalmente, en forma de inestable nieve que, desconcertada de su latitud, cubre dudosa las calles que él atraviesa por horas para unirse a la recién creada sociedad de los ilusionistas (una huida cualquiera para no trabajar, como pueden serlo las drogas o la poesía). Más días nublados vendrán cuando ya haya fundado una familia de sólo dos miembros —la mínima— y desde aquella casa de mosaicos color ladrillo y azulejos marinos, situada en los límites de un antiguo poblado en el borde sur de la ciudad, mire la lluvia caer sobre empedrados ahora lustrosos por donde nadie pasa y respire el aire fresco con olor a tierra mojada que, al invadir la casa, hace pensar que uno vive en el interior de un fresco cántaro de barro cocido.    
[...]
En Europa siempre hay nubes grises, a veces de manera sucia y siniestra como cuando se mira a Praga desde el ventanal de un panelák comunista un domingo por la tarde, a veces en forma de cementerio interminable como cuando uno recorre la provincia francesa intentando convencerse de las virtudes de tener tantas calles idénticas por recorrer. Hace frío casi siempre y, con el cuerpo tullido, uno se recarga ya en un codo, ya en el otro, para leer tumbado en la cama un libro en lengua extranjera mientras espera la expiación de sus hipótesis. Porque fueron mis creencias de ilusionista las que me llevaron de un sitio a otro a costa de amores y terruños. Porque fueron mis presunciones las que, a pesar de hacer agua bajo los encapotados cielos de la capital centroeuropea o hallarse inmersas en la espesa bruma del Hainaut-Cambrésis, me mantuvieron largos años firmemente anclado en la miseria. Disciplina monástica. Austeridad. Largo exilio con la mirada puesta allende el Atlántico, más allá de las nubes.
[...]
Los cielos de Santa Teresa rara vez están nublados, sus aires sólo ocasionalmente tibios. Gobiernan el calor y la humedad más sofocantes casi todo el año. Así como antes me escondiera del frío en mi habitación y de su ventana gris rescatara penosamente la luz europea para mis lecturas, así me encierro ahora contra el calor en una casa hostil o en un despacho de cartón con aire acondicionado y luz artificial. Encierros europeos y encierros americanos, prisiones del pasado y prisiones del futuro, los pretextos sobran. Sólo puede caer lluvia u obscurecerse el cielo por la llegada de ciclones o tormentas. Cuando esto ocurre, el calor no cede y uno tiene la impresión de hallarse en medio de un invernadero de cactus y biznagas, interminablemente cubierto de una película de bochorno. Las nubes grises, sin embargo, no resisten demasiado tiempo y se disipan, pero mis ojos no pueden ya aprovechar la luz natural cuando regresa porque ésta quema y enceguece; no pueden tampoco beneficiarse de la mortecina luz ocasional de los nublados porque ya toda esa luz me la he gastado en el extranjero.

domingo, octubre 15, 2023

Arco del triunfo

Seré intencionadamente superficial por falta de tiempo. El día en que habríamos celebrado nuestras bodas de plata recibí flores. Una coincidencia. No eran de él, desde luego, sino de quien todavía no cumplía un año de vivir conmigo. Como es natural, no le llamé para recordarle la fecha ni, con ese pretexto, preguntar por su salud o proyectos, avergonzado como todavía me siento del sufrimiento que le causé en más de dieciocho años de brega que se antojan desperdiciados sólo porque ya no estamos juntos. Tengo la convicción de que haberlo perdido (con todo lo dramática y equívoca que pueda resultar esta expresión) fue el mayor error de mi vida; tengo asimismo la creencia de que debía y podía haber hecho mucho más para superar nuestras dificultades. Y es que, por si cabía alguna duda (que nunca cupo), la suerte corrida en mis posteriores relaciones permitió destacar todavía más el carácter excepcional de su persona, la belleza de espíritu con que ya contaba cuando lo conocí a sus veintitrés años. No estuve ni remotamente a su altura, aunque ahora todo sean medias verdades y sea imposible separar la paja del trigo, no sólo porque ya no podemos reunirnos para aclarar nada sino porque no existe punto de vista alguno que me permita asumir lo ocurrido sin remordimientos ni lamentaciones: sólo me queda el silencio.
Mientras volvía de noche a casa donde me esperaba aquel que apenas un par de horas antes me obsequiara flores, con el cuerpo adolorido por el nunca bien tolerado gimnasio y mirando a un lado del camino las sucias aguas de la laguna, pensé en mi antigua relación como en un monumento silencioso que, como el Arco del Triunfo, diera cuenta de nuestras victorias y acontecimientos memorables, un edificio por mí proyectado al que, como Napoleón, nunca accedería más que con la imaginación por hallarme derrotado y exiliado en mi propia isla sonorense, remota y desértica. 'Sí', me dije, 'es indudable que hemos perdido, pero mi visión avergonzada es injusta y parcial, no sólo para conmigo sino para con él, pues en nuestro largo tiempo compartido cupieron la alegría y el optimismo, la euforia y la solidez, la confianza y el amor: es larga la lista de nuestros triunfos'.  La monarquía se reestablecería, se inauguraría la república, volvería un emperador en la persona de su sobrino sólo para acabar igual que su tío muriendo en el exilio, pero el Arco seguiría en pie con aquella lista cada vez más incomprensible de batallas ganadas. He aquí algunas de las nuestras en las que, inesperadamente, se cruza un par de las napoleónicas:

Guadalajara
La Primavera
Zirahuén
Paricutín
Janitzio
Guayabitos
Zacatecas
Camécuaro
Guanajuato
San Miguel de Allende
Teotihuacán
Cuernavaca
Oaxaca
Monte Albán
San Cristóbal de las Casas
Palenque
Champotón
Campeche
Uxmal
Playa del Carmen
Tulum
Valladolid
Villahermosa
Veracruz
Puebla
San Luis Potosí
Río Verde
Ciudad Valles
Xilitla
Praga
Venecia
Barcelona
Madrid
Mazatlán
Durango
Lagos de Moreno
Querétaro
Ciudad de México
Zamora
Morelia
Ixtapa-Zihuatanejo
San Juan de Alima
Colima
Tapalpa
París
Lille
Valenciennes
Bruselas
Brujas
Waterloo
Amberes
Ámsterdam
Londres
Roma
Ameca
Talpa
Mascota
Moyahua
Actopan
Atotonilco el Alto
León
Peña de Bernal
Tula
Cacaxtla
Tlaxcala
Cholula
El Tajín
Tecolutla
Martínez de la Torre
Teziutlán
Saltillo
Monterrey
El Escorial
Segovia
Toledo
Lisboa
Sintra
Milán
Florencia
Pisa
Siena
Magdalena
Ciudad Obregón
Navojoa
Álamos
Cócorit
Guaymas
Hermosillo
Yécora
Basaseachi
Guachimontones
Puerto Vallarta
Tucson
San Javier del Bac
Phoenix
Sedona
Oaks Creek
Chelly Canyon 
Flagstaff
Gran Cañón del Colorado
Monument Valley
Chichen Itzá
Cancún
Mérida
Izamal
Muyil
Altos de Jecopaco
Viena
Bratislva
Estambul
Nápoles
Pompeya
Boston
Oviachic
Sonoyta
El Pinacate

sábado, septiembre 30, 2023

Para qué escribir

Cuando quedan sólo un par de años para cumplir cincuenta y no se ha escrito aún el libro que queríamos, vienen a la mente un sinnúmero de justificaciones tan razonables como inválidas, que van desde las condiciones de crianza que no facilitaron el desarrollo de las potencialidades literarias hasta las condiciones presentes en que uno se ha metido en una profesión todo lo especializada y exitosa que se quiera, pero que poco o nada tiene que ver con la escritura deseada. Uno guarda un afecto especial hacia los cientos de páginas escritas en la adolescencia, la periódica narración de la vida propia salpicada de poemas más o menos inocentes, porque retratan el surgimiento de la conciencia y la descripción del pequeño mundo —ya desaparecido— en que ello ocurrió, pero uno comprende bien —acaso demasiado pronto si la educación y la propia personalidad han conseguido alejarnos de la cerril creencia de que todo lo que hacemos es digno de publicarse— que esta despreocupada obra no tiene valor literario alguno. Con esta sospecha, que la lectura de la obra ajena no tarda en convertir en certidumbre, uno trata inicialmente de negociar, y así se resiste por un breve tiempo más a abandonar lo que nos causa placer sólo porque no se aviene al menor sentido literario: se reorganiza el relato autobiográfico para alejarlo de su aspecto de diario, se intenta analizar con mayor profundidad lo que presuntamente subyace a los acontecimientos y, finalmente, sólo se archiva la correspondencia con amigos y familiares para dar cuenta de los años que pasan. Pero ninguno de estos ajustes sirve para devolver el goce original a la actividad de contar la vida propia, de modo que la autobiografía se nos muere más pronto que tarde mientras nosotros seguimos respirando por bastante más tiempo. Vivimos sucesos y circunstancias de una magnitud muy superior a los de nuestra primera juventud y, paradójicamente, estamos cada vez más convencidos de su irrelevancia, de modo que no los consignamos siquiera y menos aún los analizamos, acumulando así años y años en que la imagen de la propia vida se presenta ya no como un conjunto ordenado de causas y efectos, sino como un amasijo cada vez mayor de datos crudos e inconexos. Escalar esa montaña de datos borrosos que se nos ha hecho la propia vida ya no es entonces posible por el mucho tiempo y memoria requeridos, tiempo en cuyo transcurso se acumularían, a su vez, más hechos que exigirían su correspondiente relato; pero lo que realmente lo impide, en el fondo, es el agotamiento de la fe en el sentido de hablar de sí mismo: entonces se nos aparece el espejismo de la literatura como una forma de sublimar el vulgar recuento de nuestros días. Nos decimos que no importa abandonar la estúpida tarea de catalogar nuestros días pasados —esa ociosa labor rutinaria, más parecida a la del naturalista o bibliotecario que a la del escritor— si a cambio podemos referirnos elípticamente a nuestro acervo personal a través de personajes e historias de ficción: a ellos les prestaremos nuestras experiencias y reflexiones; a ellos podremos también hacerles discurrir sobre lo que no tuvo lugar y opinar, presuntamente, desde puntos de vista ajenos y aun contrarios a los propios. En nuestra ingenuidad, no tenemos empacho en compararnos con los escritores admirados y pensar que podemos imitarles hasta encontrar nuestra propia voz; su actividad se nos antoja placentera y ágil, en modo alguno una industria o un trabajo rutinarios que requieren estudio y disciplina, una dedicación que, en medio de nuestras condiciones laborales y económicas, familiares y sociales, apenas podemos darle. Con un pie en el terreno de la invención más inconsistente y perezosa, y otro pie en los episodios de nuestra biografía que sólo piadosamente podemos llamar interesantes, a veces con el ladrido de los perros como fondo y las voces familiares o extrañas que nos alcanzan, hacemos cuentos breves que no tienen pies ni cabeza, dándole vueltas a los mismos asuntos que nos ocupan en nuestra realidad más árida como si en vez de hacer literatura quisiéramos hacer psicoanálisis: hacernos perdonar por nosotros mismos, exorcizar nuestros demonios, sanar por medio de catarsis escritas. Y con mala arte, encima, hecha de ocurrencias y no de ideas, hecha de burdas alegorías y no de otros universos, lastrada por su ordinariez y no elevada por el estilo. Como el cerdo que no puede abstenerse de refocilarse en su inmundicia, así el propósito de instalarse en la literatura para alejarse de la biografía termina siempre en el punto de partida. Culpamos entonces a nuestras circunstancias y no a la falta de talento de que no hayamos podido ir demasiado lejos en nuestros propósitos literarios: no deberíamos vivir donde vivimos ni dedicarnos a lo que nos dedicamos ni convivir con quienes convivimos porque todo ello atenta contra el espíritu. Nos da igual la inmensa nómina de escritores que produjeron una obra memorable a pesar de matrimonios desgraciados, empresas ruinosas, oficios repugnantes, ebriedad, guerra o cárcel: nosotros necesitamos una mesa de trabajo rodeada de paredes forradas de libros en mitad de un amplio piso silencioso de una ciudad cosmopolita donde podamos frecuentar a intelectuales y artistas para poder entregar una sola página digna. ¿Cómo si no, nos preguntamos, podemos escribir de verdad dejándonos lo mismo de biografías vergonzosas que a nadie interesan que de cuentos mediocres en cuya extensión no puede caber nuestra ambición de profundidad? Se acaricia entonces la idea extrema de abandonar el propio empleo y la familia, los amigos y el país, con el solo objeto de poder crear la obra que nos reivindique, una novela que nos devuelva el placer de nuestros primeros textos autorreferenciales y zanje para siempre la duda que sobre nuestra capacidad literaria sembró la pila de imperfectas ficciones breves con que por años paliamos nuestra fe perdida. ¿Pero quién que no sea un suicida puede dar un paso fuera de su jaula de oro cuando sólo quedan un par de años para cumplir cincuenta? ¿Quién tiene el corazón a estas alturas para dejar a los muy pocos que ama a cambio de un puñado de letras? ¿A qué país extranjero se puede ir cuando el único paisaje que soñamos ver al mediar el siglo es el de Ciudad Natal, donde una vez un niño de trece años se sentó a teclear en una vieja máquina de escribir sin siquiera imaginar las consecuencias?

sábado, julio 15, 2023

Península

Conforme el día de iniciar el viaje se acercaba comenzaron a aparecer los signos; al principio insignificantes, sutiles, luego ya perturbadores y decididos. Ella y yo habíamos acordado hacerlo para que yo pudiera conocer a su familia, originaria de un ejido en el extremo sur de la península y de quien yo no sabía nada más que lo que ella me contaba. 'No aprueban nuestra relación', me dijo al poco tiempo de que se instalara en mi casa, luego de pasar veinte minutos en uno de los locutorios del centro desde donde les llamó a casa de una vecina. 'Dicen que no está bien que no estemos casados ni que no les hayas pedido mi mano. Están resentidos desde que me fui de casa. Mi madre sólo llora y mi padre no quiere volver a verme. Mis hermanos me insultan y amenazan'. La había conocido en una fiesta organizada por algunos conserjes de la universidad, a la que accedí a ir en contra de mi voluntad por insistencia del jardinero Prats. 'Venga esta noche, maestro, anímese. Por su cara puedo ver que ya lleva mucho tiempo solo y necesita divertirse'. Ella también parecía extraviada en esa fiesta, pero, venciendo su aparente timidez, me abordó alternando preguntas superficiales con pequeños sorbos de una cerveza que ya debía estar tibia. Como no la invitara a bailar ni se me ocurriera nada más que sonreírle, ocupado como estaba en limpiarme el sudor de la frente en aquella todavía caliente noche de octubre en Santa Teresa, ella tuvo que proponérmelo. Bailamos un poco y, cuando anuncié que me iba luego de la cena porque ya me sentía cansado, ella me pidió que la llevara a casa pretextando lo mismo. Prats me dirigió una sonrisa pícara al verme salir de ahí acompañado por ella. Esa noche yacimos. No pasaría un mes antes de que ella se instalara en mi casa dejando la sórdida habitación en que vivía y a la que nunca aceptó invitarme. 'Es que tengo poco tiempo viviendo aquí y no tengo nada', me explicaba. Yo no me hallaba convencido de llevarla a vivir conmigo pero accedí por la escasa resistencia que por entonces tenía hacia los planes de cualquiera que deseara utilizarme. Ese era mi estado mental desde que mi esposa se separara de mí y se llevara a las niñas consigo: una completa falta de voluntad ya no para actuar sobre el mundo sino hasta para protegerse de sus iniciativas. Por fortuna, hasta que ella apareció, yo había pasado desapercibido para la gran cantidad de desesperadas mujeres de Santa Teresa que buscaban marido o amante, concubino o proxeneta. Había tenido suerte y aún creía tenerla cuando, luego de unas semanas de extrañeza, conseguí sentirme cómodo en su compañía, aunque no supiera demasiado sobre su pasado ni tuviera contacto con nadie de su familia ni amigos. '¿Qué sabes tú de ella, Prats?', pregunté una vez al jardinero cuando ya era febrero y él se limitaba a fingir que atendía árboles pelados y jardines amarillentos. 'No sé por qué fue a la fiesta. Creo que la invitó una de las que hacían el aseo en la biblioteca. Pero ya no trabaja aquí'. Recordé que ella estaba sola en la fiesta; casi hubiera dicho que los demás la evitaban. 'Ah, pues no sé, maestro, ahora sí que mejor pregúntele a ella'. No me gustó su respuesta como tampoco me gustaban las historias más bien sintéticas y artificiales que ella me daba sobre su familia. 'Es que no quieren hablar contigo', me decía cuando salía de las cabinas del locutorio, '¿cómo quieres que les pida que te hablen si no quieren?'. Los meses transcurrían y, como se acercara el verano, una noche, todavía sentados a la mesa después de cenar, le propuse ir a su tierra. 'Sé que hay que subir hasta la frontera para luego bajar más de dos mil kilómetros por la península, pero dispongo de tres semanas de vacaciones. ¿Qué piensas?'. Ella se removió incómoda en su asiento con la mirada baja, pero en cuestión de segundos se recompuso y, levantando la vista para recorrer mis expresiones con mal disimulada inquietud, me dijo 'Está muy bien. Quizá podamos convencer a mis padres y a mis hermanos de que acepten nuestra relación. Quizá puedas pedir mi mano'. Su mirada, hasta entonces ligeramente turbia, se despejó. 'Yo no deseo casarme todavía', le dije. Ella volvió a agacharse. Entonces empezaron los signos. Una tarde, mientras revisaba el mapa de la península que había sacado esa mañana de la biblioteca, tocaron a la puerta de mi cubículo. Era una hora bastante inusual para recibir visitas. Vacilé antes de decir 'pase' o 'adelante', sintiendo de pronto la inexplicable urgencia de esconder el plano que tenía ante mí. Era Prats, el jardinero, quien como es lógico jamás había venido a mi oficina. Mi sorpresa, tan parecida a la estupefacción, contrastaba con la actitud despreocupada con que pasó luego de saludar y quitarse el sombrero, hasta tomar asiento en la silla de visita más cercana a mi escritorio. 'Supe que quiere viajar hasta el final de la península, maestro', me dijo pasando los dedos de una mano por el borde de la mesa. No me molesté en preguntar cómo lo sabía. En sus uñas se advertía tierra negra; la mezclilla que llevaba puesta estaba plagada de rasguños y rozaduras verdes. 'La carretera es peligrosa', añadió sin levantar la mirada, 'horas y horas de montes pelados y piedras, sin apenas una garita o una gasolinera... ¿ya ha viajado hasta allá?'. Como acababa de estudiar el mapa que ahora estaba mal doblado en el cajón, le recité los nombres de los lugares que había que recorrer primero desde Santa Teresa hasta la frontera, luego por el estrecho brazo entre la frontera y el golfo, y finalmente por la solitaria carretera transpeninsular hasta que no hubiera ningún sitio a dónde ir que no fuera de regreso. Prats no pareció asombrado. 'Usted es un hombre estudiado, maestro. Pero la península no son matemáticas, ¿verdad? Yo nomás le digo que sé de casos de gente que no ha vuelto. O que regresó muy alterada. No volvió a ser la misma'. Por algún impulso inexplicable me permití compartirle un detalle personal en vez de echarlo de ahí cordialmente. 'Mi padre no volvió, Prats. Nos abandonó a mi madre, a mi hermana y a mí hace ya veinte años luego de muchos otros en que, de manera cada vez más espaciada, fue y vino del norte. No fue a la península, desde luego, sino allende la frontera. Y no vivíamos en Santa Teresa, desde luego, sino en Ciudad Natal. Siempre he querido recorrer el camino de mi padre, Prats. Esta es la oportunidad de hacerlo aunque en el último momento no cruce yo la frontera y, en cambio, baje por la dirección equivocada hasta un callejón sin salida. ¿Un cigarro?' Prats aceptó el Raleigh que le ofrecía, sin filtro. Le acerqué una cerilla encendida con la que también encendí el mío. Del cajón donde estaba mal acomodado el plano de la península que precipitadamente guardé cuando él entró, saqué un pesado cenicero. 'Yo nomás le digo, maestro, ándese con cuidado', dijo Prats poniéndose de pie y calándose el sombrero. Me desconcertó que no se quedara a conversar conmigo, al menos por el tiempo que llevara la consumición del cigarro que acababa de obsequiarle, pero traté de aparentar la mayor naturalidad posible. Fallé, pues en vez de quedarme sentado fumando, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, pero también de superioridad, me puse inexplicablemente de pie y apagué el cigarro al que no había dado sino un par de caladas. El jardinero se fue tan despreocupadamente como llegó. Me asomé por la ventana para ver qué tiempo hacía y advertí que la mitad del cielo estaba completamente oscurecida de nubes. Eché el mapa en mi portafolios y volví a casa. Camino a mi coche, pese al gris crepuscular que empezaba a cubrir la distancia, creí advertir a Prats hablando con una mujer pequeña y señalando en mi dirección con un dedo mientras hacía grandes ademanes con una mano. La mujer parecía doblarse de risa. Apuré el paso. '¿Te he contado alguna vez de mi padre?', le pregunté a ella esa noche o la siguiente cuando ya habíamos apagado la luz de la habitación. '¿Por qué me lo mencionas?' No supe contestarle y creí advertir en su tono un cierto horror. ¿De qué tenía miedo? 'El camino hacia el norte lo hizo él muchas veces desde que mi hermana y yo éramos pequeños. Al final ya no volvió. Me intriga hacer ese recorrido'. Sentí cómo se daba la vuelta sobre su sitio, incómoda. 'Deberías intentar dormir', me dijo: en silencio yo pensé resignadamente que mi tiempo para vivir con una mujer que quisiera conocerme y no sólo usarme ya había terminado muchos años atrás. 'Es esto o nada', recuerdo haber repetido en la duermevela. 'Es esto o nada'. Entonces empezaron las pesadillas. Hay dos tipos de autores: los que cuentan los sueños y los que omiten siquiera mencionar que ocurrieron. Alguno de los segundos alegaba que eran formas fáciles de distraer, ridículas incursiones en el terreno de los psicoanalistas o de los poetas, cosas carentes de significado en última instancia por tenerlo múltiple y arbitrario. Ese primer sueño no me halló en la carretera ni en compañía de mi padre. No había nadie más que yo en casa. La luz era crepuscular, pero no como si la noche estuviera por caer sino más bien como si estuviese a punto de llover. Sabía que me habían robado y corría de una habitación a otra tratando de registrar los faltantes: hileras completas de libros, algún adorno, una estera. Encendía la luz para poder mirar mejor, pero las bombillas titilaban amenazando con extinguirse e iluminaban de forma muy tenue las piezas. En algún momento abrí la puerta que daba a la calle y todo era oscuridad, como si el barrio entero hubiera sido abandonado. Tuve mucho miedo y, cuando quise cerrar la puerta de nuevo, una mano la empujó en dirección contraria. Intentaba ganarle y asegurar la puerta, pero para mi mayor angustia no lograba vencerlo. Desperté ahogándome y completamente empapado en sudor. Con una mano toqué a mi mujer y, aunque no se movió ni dije nada, estuve seguro de que se hallaba despierta. El sueño se repitió un par de noches más hasta que, al tercer día, ocurrió el episodio de los perros callejeros. Eran cuatro los que merodeaban por la universidad cuando salía en mi coche a la hora de la comida. Dos hombres en uniforme se afanaban en perseguirlos mientras una mujer pequeña los miraba, sonriendo siniestra. Bajé la velocidad y vi ahí cerca el vehículo de la perrera municipal. Nunca había visto uno. Era una camioneta con una caja trasera tan baja que apenas podría entrar en ella un hombre pequeño a gatas. La caja tenía rendijas tan estrechas que no podía verse dentro a ninguno de los perros capturados de los que sólo se oían sus ladridos. El carro se había detenido por completo. Bajé. Uno de los perros trató de esconderse detrás de mí y me puse en cuclillas para acariciarlo. 'Qué bueno que lo agarró', dijo uno de los empleados de la perrera municipal. El perro comenzó a gruñir. '¿Sabe? Estoy pensando en quedármelo', le dije. La mujer pequeña empezó a reír doblándose un poco hacia delante. '¿De veras se lo va a quedar?', intervino, 'porque si no se lo queda yo me lo llevo'. El empleado ya se había ido para ayudar a su compañero con el resto de los animales. 'Ah, si Usted quiere adoptarlo', le dije, 'no tengo objeción'. 'Bueno, no exactamente', dijo ella, 'lo que pasa es que yo llevo perros a la frontera'. Levanté la vista sin dejar de acariciar la cabeza del perro. '¿Cómo dijo?' A unos metros se oía el chillido de otro de los perros que era arrastrado hasta la camioneta de la perrera. 'Que yo llevo perros a la frontera', insistió la mujer. Hasta ese momento no le había prestado demasiada atención: tendría unos treinta y cinco años y llevaba un maquillaje excesivo y grueso, como tizne de colores negro, plata y rosado, aretes de arracada, un vestido de una pieza de tela basta y sandalias desgastadas. '¿Para qué?', pregunté, '¿cómo es que lleva perros a la frontera?'. La mujer se dobló de risa otra vez y, recompuesta, contestó: 'Ese es mi trabajo: allá necesitan los perros. Yo los llevo desde aquí todo el tiempo'. Abrí la puerta de mi coche y metí al perro en el asiento del copiloto. Quise encontrar sentido en lo que oía preguntando si ella trabajaba también con los de la perrera municipal. 'No soy empleada del ayuntamiento, si eso es lo que está preguntando. Yo sólo llevo perros a la frontera, pero de ninguna forma se me ocurriría llevarlos a la península. No estoy loca'. La mujer había dejado de reír y ahora parecía disgustada. Me despedí haciendo signos con la cabeza y volví a casa. Mientras comíamos, mi mujer y yo teníamos los ladridos del perro como fondo. 'Voy a llevarle estos huesos', dije al terminar. 'Todavía no entiendo por qué has traído un perro'. Le expliqué lo de la señora que quería llevarlo a la frontera. 'Eso no tiene sentido', me dijo. Y yo me quedé admirado de que esta mujer que tanto había forzado lo razonable y lo correcto a lo largo de tantos meses apelara ahora a la lógica. 'Es mi casa', le recordé en tono áspero. 'Recuerda que en unos días nos vamos de viaje. ¿Qué vas a hacer con él?'. 'Llevarlo con nosotros, desde luego', le dije. 'Prats podría cuidarlo', sugirió. 'No le tengo confianza', agregué. Las siguientes tres noches la pesadilla fue otra: todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas y era mediodía cuando alguien me llamaba al patio con voz meliflua: era mi ex-esposa. 'Ven, asómate', me decía, señalando el jardín. En dos zanjas separadas se hallaban las niñas con vestidos de primera comunión que cegaban de tan blancos. Despertaba sudando, pero me resistía a levantar a la mujer que me acompañaba para tranquilizarme o a contarle los sueños que estaba teniendo en esos días. 'No parece que estés durmiendo bien. ¿Estás seguro de que quieres ir a mi pueblo?', me dijo faltando sólo tres días para el viaje. El perro ya no ladraba sino cuando oía algo inusual en la calle o en el patio. 'Claro que iremos. Vamos a conocer a tu familia. Ya en persona las cosas serán distintas. No podrán negarse a hablar conmigo como lo hacen por teléfono en el locutorio. Por cierto ¿qué tanto hablas con ellos? ¿por qué tardas tanto? Si mi madre o mi hermana vivieran yo no tendría tanto de qué hablar con ellas'. 'Trato de que me perdonen'. 'Si sólo te fuiste de casa no tienen nada qué perdonarte'. Ella hizo ademán de ocuparse en la cocina. Como ello no bastara agregó 'Voy a limpiar el patio'. Esa noche me despertaron los ladridos del perro. Me levanté con cuidado de no levantar a la mujer peninsular, me asomé por la ventana de la sala y no vi nada. Salí al frente de la casa y el perro vino hacia mí, me asomé a la calle y no vi nada. '¿Qué te pasa?' le dije poniéndome cuclillas y acariciándole el cuello. El perro me lamió las manos ligeramente, me puse de pie y volví dentro. Apenas me volví a meter en la cama y el perro volvió a ladrar insistentemente. Me levanté —esta vez sin ningún cuidado particular— y me asomé desde otro ángulo de la ventana de la cocina. Creí ver a la mujer de los perros detrás del árbol frente a la casa y un temor extraño me recorrió el cuerpo. '¡Hey! ¿Qué quiere?', grité luego de abrir la ventana. La mujer no respondió y, extrañamente, pareció caminar hacia atrás con rapidez sin dejar de mirar en mi dirección. '¿Con quién hablabas anoche?', me dijo ella antes de irme al trabajo. 'El perro estaba ladrando', contesté. 'Eso no fue lo que te pregunté. Creo haber oído a una mujer'. 'No seas ridícula', le dije, 'nadie habló con nadie y sólo salí a callar al perro'. Preparaba mi viejo portafolios y ella recogía la mesa. 'Ya casi nos vamos', agregó, 'no me gustaría que justo ahora me estuvieras engañando'. 'No estamos casados y yo no te traje a esta casa a la fuerza. Cuando quieras puedes irte. Y por ahora yo debo irme'. Al salir vi una cruz de tizne en el tronco del árbol frente a la casa. En la universidad aproveché una pausa entre clases para preguntarle a Prats por la mujer con la que hablaba hacía días. 'No sé de quién me habla, maestro'. Le describí a la mujer de los perros. '¿Perros a la frontera?', me dijo riendo, 'yo sólo he sabido de polleros que llevan gente, no perros... por cierto, ¿cómo se fue su padre al otro lado?'. 'Con polleros, naturalmente. A nadie que fuera originario de los pueblos alrededor de Ciudad Natal le daban permiso de cruzar la frontera. Esto debes saberlo ¿no? Aunque seas de Santa Teresa. Al final él mismo cruzó la línea sin ayuda de nadie, ya fuese por la sierra rocosa o el desierto, ya por el río o por el mar'. Le ofrecí un cigarro y en el acto me arrepentí, recordando cómo me había dejado fumando a solas en mi oficina cuando le ofrecí un Raleigh. Encendió el cigarrillo y, en vez de irse, comentó: 'Muy aventurero su padre, ¿no, maestro? Un hombre de acción, no como Usted que es hombre de estudios. Qué riegos tomó el hombre. Qué valiente. Y qué buena cabeza de no bajar por la península, dios, qué idea, mejor quedarse en el norte'. No me gustó que llamara valiente a mi padre, el hombre que nos había abandonado. Disimulé mi enfado y volví al tema. 'Sí sabes quién era la mujer a la que me refiero, Prats, no sé por qué me lo ocultas'. 'Maestro: si llego a saber de ella le informo. Pero no sé de quién me habla ni la he visto'. 'Ahí hay una contradicción, Prats'. '¿Una qué?' 'Olvídalo'. Otra vez la pesadilla de mi mujer y mis hijas, otra vez los ladridos del perro. Me asomé en dirección al árbol y en vez de la mujer encontré la sombra de un hombre (¿Prats?). Me puse el pantalón y salí dispuesto a enfrentarlo, pero al salir de la casa aquella sombra ya se hallaba en la esquina. Y al llegar a la esquina ya se hallaba a un par de cuadras. Y al recorrer ese par de cuadras ya se hallaba a orillas de la laguna. Y hacía mucho calor esa noche y cuando volví a la casa estaba empapado. Y el perro ya se había ido. '¿Por qué le abriste la puerta?', me dijo ella durante el desayuno. 'No le abrí la puerta, mujer, entiende: salí porque vi a alguien a quien le ladraba'. '¿Y entonces dónde está?' '¿Desde cuándo te preocupa tanto el perro? ¿No decías que era una tontería haberlo traído?' 'Yo no he dicho eso, pero esta es tu casa ¿no? Tú sabrás qué haces' 'Sí, yo sabré'. Era el último día de trabajo y en el portafolio eché el mapa maltratado de la península, algunos apuntes que yo había tomado para informarme de las distancias y los puntos de repostaje, la fotografía de mi ex-mujer y las niñas que guardaba en un viejo libro de geometría. Tenía miedo de volver a casa y pasar la noche sin el aviso de un perro que me advirtiera de peligros o sombras, acaso presentimientos. Durante la cena, mi mujer estaba particularmente callada y quise darle una última oportunidad de explicarse en relación con su familia. 'No hay nada qué decir: ellos no te quieren conocer y a mí no me perdonan lo que hice. Dudo que yendo hasta allá cambien las cosas. Y menos si no te quieres casar. ¿Cómo esperas que yo les explique eso?' Me empiné el café de un sólo trago. 'Voy a dejar estos huesos en la cochera por si el perro volviera', contesté. Por la noche hubo una tormenta extraordinaria y el agua golpeó con fuerza las ventanas de la casa y las láminas del patio. No tuve ningún sueño y aquello me pareció aún peor signo que las pesadillas de los días pasados. Entre el ruido furioso de la lluvia creí escuchar el ruido de la reja y me puse de pie para ver si era el perro. Desde la ventana de la sala no vi nada; tampoco desde la cocina. Pero al pasar por la puerta de la entrada me di cuenta de que el pomo estaba siendo forzado: alguien intentaba entrar. 'Eres un hombre', me dije para darme ánimo y cogiendo un abrecartas de la mesa esperé a que la puerta se abriera para rajar al intruso. La voz de mi mujer desde la obscuridad del pasillo rompió mi concentración, llenándome de miedo: 'No te resistas más, abre la puerta. Ya vas a conocer a mi familia'. Entonces comprendí que había llegado al final de la península.